domingo, 30 de enero de 2011

NUNCA TE RINDAS


“En la pequeña escuelita rural había una vieja estufa de carbón muy anticuada. Un chiquillo de 8 años y su hermano de 10 tenían asignada la tarea de llegar al colegio temprano todos los días para encender el fuego y calentar el aula antes de que llegaran su maestra y sus compañeros. 

Una mañana sus compañeros  llegaron y encontraron la escuela envuelta en llamas. Sacaron al niño inconsciente más muerto que vivo del edificio. Tenía quemaduras graves en la mitad inferior de su cuerpo y lo llevaron de urgencia al hospital del condado. Su hermano lamentablemente no sobrevivió.

En su cama, horriblemente quemado y semi-inconsciente, el niño oía al médico que hablaba con su madre. Le decía que seguramente su hijo moriría - que era lo mejor que podía pasar, en realidad -, pues el fuego había destruido la parte inferior de su cuerpo.

Pero el valiente niño no quería morir. Decidió que sobreviviría. De alguna manera, para gran sorpresa de sus médicos, el valiente niño sobrevivió. Una vez superado el peligro de muerte, volvió a oír al médico hablándole despacito a su madre. Dado que el fuego había dañado en gran manera las extremidades inferiores de su cuerpo, le decía el médico a la madre, habría sido mucho mejor que muriera, ya que estaba condenado a ser inválido toda la vida, sin la posibilidad de usar sus piernas.

Una vez más el valiente niño tomó una decisión. No sería un inválido; ¡caminaría! Pero desgraciadamente, de la cintura para abajo, no tenía capacidad motriz. Sus delgadas piernas colgaban sin vida.

Finalmente, le dieron de alta. Todos los días, su madre le masajeaba las piernas, pero no había sensación, ni control, nada. No obstante, su determinación de caminar era más fuerte que nunca.

Cuando no estaba en la cama, estaba confinado a una silla de ruedas. Una mañana soleada, la madre lo llevó al patio para que tomara aire fresco. Ese día en lugar de quedarse sentado, se tiró de la silla. Se impulsó sobre el césped arrastrando las piernas.
Llegó hasta el cerco de postes blancos que rodeaba el jardín de su casa. Con gran esfuerzo, se subió al cerco. Allí, poste por poste, empezó a avanzar por el cerco, decidido a caminar. Empezó a hacer lo mismo todos los días hasta que hizo una pequeña huella junto al cerco. Nada quería más que darle vida a esas dos piernas.

Por fin, gracias a los fervientes masajes diarios de su madre, su persistencia férrea y su resuelta determinación, desarrolló la capacidad, primero de pararse, luego caminar tambaleándose y finalmente caminar solo y después correr.

Empezó a ir caminando al colegio, después corriendo, por el simple placer de correr. Más adelante, en la universidad, formó parte del equipo de carrera sobre pista.

Poco tiempo después, en el Madison Square Garden, este joven que no tenía esperanzas de que sobreviviera, que nunca caminaría, que nunca tendría la posibilidad de correr, este joven determinado, ¡corrió el kilómetro más veloz del mundo!

Fin.”

La historia que acabas de leer suena como a la clásica película Hollywoodense donde a pesar de las malas pasadas del destino el héroe de la película sale avante y resulta ser un triunfador, sin embargo esta historia es 100% real y se trata de la historia de Glenn V. Cunningham (4 de agosto de 1909 - 10 de marzo de 1988) y puedes consultarla en http://es.wikipedia.org/wiki/Glenn_Cunningham.

Como un gran ejemplo a seguir, esta anécdota nos inculca la pasión que todos deberíamos de tener para continuar en la vida persiguiendo nuestros sueños, sin embargo, recordemos que sin la perseverancia, la pasión se quedará tan solo en una llamarada que se extinguirá tarde que temprano, es la perseverancia la que hace que nuestras actitudes trasciendan y que hará de cada uno de nosotros evolucione en esta escuela llamada planeta Tierra.
Te mando un gran saludo y nos leemos en el próximo artículo.

JJ.